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REVISTA Nº 150 - MARZO 2023
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Espacios “con” o “sin” máscaras

Seguí un tiempo pensando en los lugares de ternura. Al recorrerlos era hermoso contemplar caras, rostros, personas, vida… Lugares de ternura en tiempos de ternura donde se hace real el sueño de Dios para la humanidad, ese sueño que San Juan de Dios intuyó como posible y realizable, al menos para algunos grupos, en principio pequeños, pero que el tiempo y la vida fueron extendiendo y la humanidad fijó como necesarios. Son lugares necesarios.

Como preparando el terreno, los días crudos de invierno y las largas noches favorecen el estar entretenidos contemplando caras de ternura y, con la proximidad de la primavera, cuando parece que todo florece, diseñar las posibilidades de celebrarlo todo con una gran fiesta, esa que cada año nos coloca frente al rostro de Juan de Dios. 

En esta recreación silenciosa y tranquila va apareciendo un ruido cada vez más intenso que pronto se mezcló con un ritmo acompasado y machacón, esos que dan marcha al cuerpo y animan a la juerga y la comparsa. Me di cuenta que estaba pasando el tiempo y, aunque en la lejanía, llegaban los carnavales. Llega un tiempo de carnavales y máscaras a este mundo dolorido.

El lenguaje, aunque conocido, parece nuevo y se empiezan a oír palabras de siempre: guirrios, antroidos, entroidos, antruejos, andruejos, disfraces, el zamarrón, el toro, la vieja, el oso, el ciego… Todo un mundo a los pies del mundo que me llena de interrogantes.  Vuelvo el pensamiento a esos lugares donde he mirado para contemplar rostros, caras, pero ahora imagino máscaras y carnaval, o la fiesta de San Juan de Dios…, ¡ah!, y la Jornada Mundial de Enfermo y su campaña con el lema ‘Déjate cautivar por su rostro…’. Mismas palabras para una realidad diversa en un mundo complejo, el mundo de lo humano. Por tanto, algún sentido debe haber en su conjunto y es posible que hasta se encuentren y se ofrezcan explicaciones.

No hay espacio humano que no incluya alguna forma de máscara, algún tipo de enmascaramiento que media entre lo real exterior a uno y nuestra intimidad.

Distraído por la música carnavalesca, asociada a los disfraces y las máscaras que ofrecen caras distintas, rostros ocultos y exagerados, me ha venido a la memoria una especie de poema o escrito que leí en un libro de Arnaldo Pangrazzi titulado ‘Escucha, por favor, lo que no digo’. El texto es de autor desconocido, lo he encontrado en más libros y se expresa en estos términos: “No te dejes engañar por mí. No te engañen mis apariencias. Porque solo son una máscara, tal vez mil máscaras, que me da miedo quitarme, aunque ninguna de ellas me represente”. 

Caminando por la vida te das cuenta que no hay espacio humano que no incluya alguna forma de máscara, algún tipo de enmascaramiento que media entre lo real exterior a uno y nuestra intimidad. La máscara puede ser un desafío social y, en el escenario de la vida, como el actor en el teatro, se van representando roles, asumiendo externamente comportamientos o actitudes que no reflejan lo que sientes o piensas, pero que forman parte de la estructura de nuestra personalidad consolidadas con el paso del tiempo.

Allá por 1987 recuerdo haber leído algo sobre las máscaras y su finalidad. (Creo que hasta había un fotomontaje, que así se llamaba). Fue en ese empeño vital de escuchar y acompañar generando consuelo. Tarea siempre novedosa y siempre en la duda, con la única certeza de que estuviste allí presente. La tarea es apasionante, y vas sintiendo cómo la vida se desenvuelve en un desfile de máscaras, pasando de un ambiente a otro, adaptándote a las circunstancias para interpretar con imaginación la comedia de la vida. 

En el hacer de la vida las máscaras tienen una función positiva que desempeñar y las posibilidades son muchas. Probablemente sea en los inicios de la vida –el niño no necesita máscaras– y en los finales o en las distintas fragilidades cuando las personas enseñan su vida al desnudo, pues es la única que tienen y la que de verdad importa. 

Estamos abocados a una misión compartida, donde el enfermo ha de ser colocado en el centro del cuidado y el profesional un espejo de buen samaritano.

Hay algo que siempre me ha llamado la atención y me ha impresionado. En estos lugares donde se lucha por recuperar la salud y vencer la enfermedad evitando sufrimientos innecesarios, pueden ser necesarias y útiles las máscaras cuando sin debilitar la propia verdad se utilizan con flexibilidad en el acompañamiento. No restan nada a la verdad de la propia vida y dan valor a las profesiones del cuidado. 

Curar, cuidar y consolar son parte de estas profesiones y si nos acercamos a los últimos documentos de la Orden de San Juan de Dios los encontramos unidos a la fuerza de la Hospitalidad, para ser la casa de todos: “La hospitalidad es nuestro carisma e implica el establecimiento de entornos de acogida, de cuidado y de bienestar para garantizar el respeto de los derechos y el bienestar de todas las personas que habitan y se relacionan en cualquiera de sus centros”.

La mirada es sabia y dice, y en un instante forma una tela de información, tanto para el enfermo como para el profesional del cuidado.

Estamos abocados a una misión compartida, donde el enfermo ha de ser colocado en el centro del cuidado y el profesional un espejo de buen samaritano. Necesario pues, ese arte que ofrece a las distintas tareas del cuidado la máscara adecuada para cada circunstancia. En el ser cuidado y en la tarea de cuidar hay un encuentro de personas, de miradas que se cruzan, de rostros que se ofrecen, de caras expresivas. Se entremezclan el lenguaje verbal y el otro, el no verbal, la mirada que observa y la palabra que acompaña en la escucha.

La mirada es sabia y dice, y en un instante forma una tela de información, tanto para el enfermo como para el profesional del cuidado. Hay que saber mirar, saber escuchar y para ofrecer una palabra. Es tener presente la cara en el encuentro: dos ojos, dos orejas y una boca. Observamos con una simple mirada, escuchamos de forma humana ofreciendo hospitalidad y una palabra oportuna y, en el cuidado nuestra mascará será dulzura, competencia, conocimiento, fuerza, tranquilidad, silencio, miedo, optimismo, seguridad, disponibilidad, humildad… Son las muchas máscaras para un espacio de hospitalidad.

Abilio Fernández García
Servicio de Atención Espiritual y Religiosa
Hospital San Juan de Dios de León

Lugares de ternura

Lugares de ternura

Al final del verano me cuestionaba si ante el necesitado y frágil optaba por el stop (para y atiende) o existían otras posibilidades. Buscando más opciones, quizás evitando el compromiso, llegué a la rotonda de San Juan de Dios, con cuatro salidas que van a un lugar...

La rotonda de San Juan de Dios

La rotonda de San Juan de Dios

Finalizado el sueño, la realidad oprime y se respira una especie de ‘angustia existencial’. Si, ese malestar de sentirse vacío, sin rumbo, sin energía ni motivación. Ciertamente la vida ha cambiado y ¡cómo! Han cambiado muchas cosas, hemos evolucionado y progresado a lo largo de los siglos, pero la angustia, que es un malestar tan antiguo como la vida misma, siempre es angustia de lo mismo.

Restaurar la hospitalidad

Restaurar la hospitalidad

Los días son un poco más largos –aunque sigan teniendo 24 horas– y parece que apetece sentarse en la tarde y contemplar. Sí, contemplar.

Hospitalidad tóxica

Hospitalidad tóxica

Ha pasado el tiempo y he seguido en el recuerdo con la frase “tiempo perdido”. Para mí es importante recordar- lo, pues creo que seguimos necesitando, cuando tanto se habla de la “cultura del cuidado”.

Tiempo perdido

Tiempo perdido

Era una tarde de otoño, ya fresca, de domingo, de esas que unos dedican al paseo, otros al fútbol, los más retro a la partida, de mus para unos y de tresillo, especialmente para los clérigos.

La lágrima de dora

La lágrima de dora

Caía la tarde y salí del taller de San Juan de Dios para seguir caminando por la vida. Con el paso del tiempo, transcurridos los días y algunos meses, he seguido pensando en todas esas vidas enamoradas.