Desde los 15 años, Y.Q.V. trabajó como voluntario en un centro que tienen los Hermanos de San Juan de Dios en su país: Cuba. “Ayudaba a repartir comida a un grupo de personas que no tenían techo. Con ellos no compartía solo el alimento, sino también juegos y mi afición por la música”, asegura un hombre nacido en 1980 que mira al pasado con cierta nostalgia.
“Desde hace unas semanas no soy aquel jovencito que, cuando salía del colegio, me ponía a echar una mano a los demás. Ahora soy una persona que, por circunstancias ajenas a mi voluntad, vivo sin un hogar en un país que no es el mío”, lamenta.
“No ha sido fácil”, confiesa mientras prosigue un relato con posos de amargura. “He llorado, pero a la vez he sacado una riqueza para mi vida”, apostilla para, a continuación, explicarse: “He tenido la oportunidad de experimentar desde dentro lo que significa no tener un techo propio, lo que es tener que acudir a un comedor social”.
“Ahora salgo de los albergues con la cabeza en alto y doy gracias a Dios por tener un techo, aunque pasajero, donde pasar las noches”
Una situación que, si bien le ha costado sobrellevar, con una permanente sensación de “vergüenza”, le ha dado grandes lecciones. “Ahora salgo de los albergues con la cabeza en alto y doy gracias a Dios por tener un techo, aunque pasajero, donde pasar las noches”. Porque dormir en al raso, bajo el cielo abierto, o en un cajero, con el suelo como colchón, no es digno, ni seguro, ni sano. La calle les agrava enfermedades crónicas y dificulta su acceso a la salud.
Y.Q.V. recuerda que uno de los valores que le inculcaron los Hermanos de San Juan de Dios, conocidos en Cuba como los Juaninos, fue la hospitalidad sin medida. Ayudar al prójimo sin ponerse límites, sin demasiados cálculos, movido por esa fuerza que te empujaba a estar al servicio de los demás. “También lo veía en mi casa y es algo que me ha servido de mucho, porque he sabido compartir la pobreza desde mi propia carne, desde el corazón del evangelio”.
“Conseguí estudiar hasta sexto de Piano, pero abandoné los estudios de música a los 18 años y eso me costó un importante desencuentro con mi padre”, explica un hombre arrepentido del “gran disgusto” que le causó a su progenitor.
“Le amaba hasta los tuétanos”, confiesa José sin ocultar la mala relación que mantenía con su madre. “Hasta la mayoría de edad compaginé mi formación con el trabajo en el taller y la finca de manzanos que tenía mi padre, ya que tanto mis hermanos (dos chicas y otro chico) teníamos que dar ejemplo”, según expone. “Fue su perseverancia la que sacó a toda la familia de la oscuridad de la postguerra, aunque nadie se lo agradeció”, apostilla.
“Fuerzas” para “seguir adelante”
M.B.T. también se siente agradecido tras su paso por el Hogar Municipal del Transeúnte que, en estrecha colaboración con el Ayuntamiento de León, gestiona el Hospital San Juan de Dios desde 1986. Por aquel entonces, este joven, que roza las tres décadas de vida, aún no había llegado a un mundo que terminó por volvérsele hostil y le colocó en una injusta situación de exclusión social en la que la fragilidad es constante.
“Aquí me he encontrado con un equipo de personas maravilloso que me ha ayudado mucho en todos los sentidos”, asegura tras llamar a la puerta del Hogar –una sola palabra con mucho significado- el pasado 5 de abril procedente de Ponferrada. “Gracias a mi estancia en él he aprendido a escuchar, a ponerme en la piel de los demás y a buscar soluciones”, indica sobre una experiencia que, en sus propias palabras, le ha dado “fuerzas” para “seguir adelante”.
Y. Q. V. y M. B. T.
Usuarios del Hogar Municipal del Transeúnte
Hospital San Juan de Dios de León