De forma habitual, no experimentamos la vida como una línea recta. Sino que la solemos sentir como una consecución de altibajos e imprevistos que se suceden, generando distintas etapas vitales. Algunas de ellas tienen un tono más desagradable por problemas personales y/o sociales (vida familiar, estudios, salud, trabajo, etc.) o sin causa aparente, lo que puede dar lugar a un malestar emocional.
El concepto de malestar emocional se ha empleado tanto en ámbito de la psicología clínica como de la investigación. Y, actualmente, ha saltado al terreno más coloquial debido a las consecuencias generadas por la pandemia y a un auge de la importancia de la salud mental en nuestra sociedad. La definición de lo que es malestar emocional es difusa, generando en algunos casos confusión. Uno de sus inconvenientes es que diluye los límites que definen que es un trastorno psicológico. Lógicamente, la vasta mayoría de los problemas en el área de la salud mental cursan con algún grado de malestar emocional (ligero, severo, etc.), pero la presencia exclusiva de este último no supone siempre psicopatología.
Es preciso aclarar que la experiencia subjetiva de malestar emocional no es equiparable a la existencia de trastorno mental, sino que se trata de una situación habitual de la vida donde se atraviesan por cierto sufrimiento o preocupación. No obstante, aunque no exista patología si hay un sufrimiento y también puede ser necesaria la figura de profesionales de la salud como es el caso de los psicólogos. Por lo tanto, ni se acude exclusivamente al psicólogo por la presencia de una patología (puedo tener buena salud mental pero requerir a dicho profesional), ni estar mal emocionalmente implica necesariamente una enfermedad (puedo estar triste y no por ello tener depresión).
Otro punto importante para reducir la confusión sobre el concepto de malestar emocional sería el descenso en la sensación de bienestar respecto a un momento previo. Es posible que no se pueda determinar la causa o el inicio concreto, pero malestar emocional implica una falta de alegría respecto a cómo se vivió en otro momento. Además de la sensación a nivel emocional, con frecuencia se refiere la presencia de síntomas físicos para los que no hay una causa orgánica. Los más habituales son dolor de cabeza (cefaleas), dificultades digestivas (como diarrea o el estreñimiento) y ciertas molestias musculares.
En el plano emocional también pueden percibirse matices de carácter existencial como la tristeza, la presencia de un vacío interior que provoca desasosiego y/o sensación de una de nerviosismo o irritabilidad. A medida que se prolonga en el tiempo esta circunstancia, la preocupación se acentúa y surgen otras problemáticas como el insomnio o la fatiga persistente, que revierte sobre el malestar inicial agudizando y cronificando el proceso. En este punto del malestar emocional se corre un mayor riesgo de evolución hacía un cuadro psicopatológico más estructurado y de mayor relevancia clínica (especialmente hacia depresión o ansiedad). Es por ello que se hace más necesaria la ayuda profesional.
La auto-observación es el primer paso. Aprender a poner nombre a nuestras emociones nos ayuda a gestionarlas más fácilmente. En este sentido, las llamadas terapias de tercera generación en psicología han supuesto un cambio en cómo nos relacionamos con el malestar emocional. Frente a la dinámica previa que imperaba en psicología, que se caracterizaba por resolver la causa del malestar (dando por hecho que había un problema y que debía ser modificado), la nueva corriente aboga por la idea de convivir de forma calmada con aquellos pensamientos extraños e intrusivos sin tratar de cambiarlos, eliminarlos o modificarlos. Se trata de aprender sobre lo que nos sucede. Y para saberlo necesitamos experimentarlo. Eso será la forma de curación. Antes de actuar de una forma reactiva por el cambio o la huida, necesitamos sentir (aunque en muchas ocasiones eso implique sufrir).
En las terapias de tercera generación se pone en duda el esfuerzo por reaccionar con aversión y rechazo al malestar. Solemos escuchar frases como “no te agobies”, “sé feliz, disfruta de la vida”. Pero el estrés, el miedo, la tristeza y todas las emociones que sentimos son necesarias para adaptarnos al medio. Por lo tanto, es vital prestarles atención antes de tratar de suprimirlas. Querer escapar o eliminarlas sin haber entendido su mensaje solo hará que empeoremos, porque seguiremos recibiendo el mensaje. Y cada vez con mayor fuerza.
Es crucial aceptar, o al menos entender, que, tanto el placer como el dolor son experiencias humanas naturales que experimentaremos siempre. Y es sano que así sea. El positivismo mal entendido es muy perjudicial, ya que nos aleja de sentir las señales necesarias para guiar nuestro comportamiento y nos puede generar una falsa realidad donde lo normal es estar siempre bien. Es decir, pese a mi esfuerzo constante yo no soy feliz así que estoy haciendo las cosas muy mal. Estar mal no implica estar haciendo las cosas mal.
Ante el malestar emocional las terapias de tercera generación presentan dos pilares fundamentales: aceptación y activación.
· La aceptación es la tolerancia hacía los síntomas y el malestar como experiencia vital normal. Imagina que estás paseando por un entorno natural maravilloso, pero te surge el hambre. En la aceptación reconoceríamos esa molestia estomacal, pero continuaríamos apreciando las vistas, mientras que en un paradigma de no aceptación nos centraríamos tanto en ideas tipo (¿por qué no comí más?, ¿cuándo volveré a comer?, ¿habrá comida por aquí?) que dejaríamos de apreciar las vistas, pero igualmente seguiríamos padeciendo hambre.
· La activación nos permite dirigir los recursos hacía lo realmente importante. Al dejar de perder recursos destinados a la evitación, podemos emplear los recursos hacia un objetivo valioso. La eficacia de la terapia no es reducir síntomas, sino alcanzar logros personales. En el ejemplo anterior, no se pretendía reducir el hambre, pero al destinar la energía hacia algo más relevante se alcanza la satisfacción de disfrutar de las vistas.
En resumen, las terapias de tercera generación son un conjunto de terapias heterogéneas que coinciden en prestar atención al contexto donde se produce el comportamiento de las personas y dan importancia a entender porque nos comportamos de la forma en que lo hacemos, no solo están orientadas a cambiar nuestro comportamiento o reducir el malestar. Con un ejemplo muy burdo podríamos decir que ante una herida, corrientes previas se centrarían en cerrar y suprimir el dolor de ese daño. Pero ahora la visión es entender que esa herida está cumpliendo una función, y antes de cerrarla (y que termine abriendo por otro lado fruto de no saber su origen) hay que explorar que misión cumple.
Si nos ceñimos a trabajar sobre una conducta problema (fumar en exceso), pero no sobre la función que cumple (reducir la ansiedad), podemos corregir esta conducta, pero dejar intactas otras igual de problemáticas que cumplen la misma función (comer o beber en exceso). Por este motivo, el acercamiento terapéutico ha de ser más indirecto que en orientaciones anteriores, y basado en lo experiencial. Es decir, en el contexto en que se produce.
Julia Gutiérrez Ivars
Especialista en Neuropsicología
Hospital San Juan de Dios de León